Tomás y Manolo llegaron a la Universidad faltando quince minutos para que comenzara su primera clase del curso de Humanidades.
Tomás era un muchacho tranquilo, de una familia humilde. Su familia tenía un negocio propio: una ferretería que habían heredado del bisabuelo paterno de Tomás. Desde pequeño, a Tomás le interesaban las herramientas, las luces de colores y trabajar con madera. Siempre quiso ser Ingeniero, y sus padres se las ingeniaron para enviarlo a la Universidad con una beca otorgada por el gobierno.
Faltando cinco minutos para el comienzo de la clase, Lucrecia entró al salón y tomó asiento al frente de Tomás. Lucrecia era una muchacha algo tímida, muy hermosa, de tez blanca, ojos negros, saltones y con un cabello negro brillante que cubría toda su espalda. Desde pequeña había sido un estudiante ejemplar: miembro del equipo de debate, presidente de la clase, calificaciones sobresalientes y hasta participaba del coro del colegio y de la iglesia. Lucrecia provenía de una familia adinerada de abogados: tanto su padre como su madre ejercían la profesión, y el futuro de Lucrecia parecía destinado a correr la misma suerte.
De vuelta en el salón de clase, Tomás había quedado impresionado con la llegada de su nueva compañera. Pensó en hablarle, pero no tenía idea de cómo hacerlo o qué decir. Dejó que la clase comenzara y se dedicó a poner atención.
Unos quince días después de haber comenzado el curso, Tomás tomó valor y le preguntó a su compañera acerca algo que no había entendido en la clase. Lucrecia, amablemente le explicó a su compañero acerca de lo que dijo el profesor e inclusive le recomendó un par de libros relativos al tema.
A partir de ese día, se hicieron muy buenos amigos y excelentes compañeros de clase. Lucrecia tomaba los apuntes, en un cuaderno inmaculado donde utilizaba distintos colores para distinguir la importancia de cada una de las oraciones que escribía. Lucrecia compartía sus apuntes con Tomás, quien prefería observar a Lucrecia en lugar de ver una pizarra llena de aburridas teorías sociopolíticas y notas sobre los tratados de libre comercio.
De vez en cuando salían a tomar café. Lucrecia siempre tomaba dos tazas de café, negro, sin azúcar.
"Así sabe mejor", decía mientras acomodaba sus lentes de pasta gruesa que hacían un perfecto juego con sus negro ojos y su largo cabello negro.
Una noche, Tomás invitó a Lucrecia a cenar.
Era un 25 de Julio. La noche era cálida y había luna llena. Pensó que no podía existir mejor momento para hacerlo.
De antemano, Tomás había encargado el libro favorito de Lucrecia: una edición especial con empaste de lujo e ilustraciones inéditas del autor. Durante varias semanas ahorró dinero de su sueldo en la ferretería familiar. Sabía que esa noche se jugaba el todo por el todo, y se arriesgó.
Cuando llegaron al restaurante, conversaron como siempre de los temas que a ambos les gustaban. Lucrecia relataba la historia del libro que estaba leyendo en ese momento y Tomás ponía atención y fantaseaba escuchando las dulces palabras de su amiga. Tomás le contaba a Lucrecia de las nuevas herramientas que había comprado su padre, y de cómo planeaba diseñar y construir una nueva mesa para que su familia pudiera cenar más cómodamente.
"Cuando esté lista, podremos comer con mis padres", le proponía Tomás con una sonrisa en su rostro.
De vuelta al restaurante, una vez terminada la cena, Tomás saca un paquete, envuelto elegantemente y se lo da a su compañera.
"Es tuyo. Abrilo. Espero que te guste".
Lucrecia suelta el lazo que amarra el paquete, retira la envoltura y descubre su libro favorito. Aún sorprendida, abre el libro por la mitad y encuentra una nota que dice:
"¿Querés ser mi novia?".
El corazón de Tomás late fuertemente en espera de la respuesta.
"Claro que sí Tomás, sí quiero ser tu novia".
Conforme pasaron los meses, Tomás y Lucrecia formaron un equipo infalible. Por iniciativa de Lucrecia, juntos participaban de almuerzos para los pobres organizados por la parroquia a la que la familia de Lucrecia asistía todos los domingos. También hacían obras de caridad para los niños del barrio donde vivía Tomás.
Lucrecia cocinaba deliciosas cenas para la familia de Tomás. También pasaban las noches jugando a las cartas, al dominó y a las damas chinas. Lucrecia siempre ganaba en todos los juegos, pero a Tomás no le importaba. De todos modos, era él quien realmente ganaba teniendo a su lado la persona que amaba.
Cuando los instintos adolescentes dominaban el pensamiento de Tomás, Lucrecia ponía freno a la situación:
"Debemos esperar hasta estar casados, Tomás".
A Tomás no le importa esperar y siempre respetaba el mandato de su novia. De todos modos, ella iba a estar con él para siempre.
La vida no podía ser mejor, hasta que llegó aquella extraña y lluviosa tarde de Setiembre. Tomás y Lucrecia habían acordado verse en la parroquia para llevar almuerzo a los indigentes del pueblo. Tomás llegó como siempre, pero Lucrecia no se presentó. Tomás llamó a Lucrecia para ver qué sucedía.
"No voy a poder ir. No me siento bien. Vas a tener que ir solo", fue la respuesta.
Tomás completó su obra esa tarde y regresó a casa. Al día siguiente llamó a su novia para ver cómo había seguido. No hubo respuesta. Durante toda la semana trató de comunicarse con Lucrecia, sin éxito alguno.
"Debe de estar estudiando para los exámenes", pensó.
La semanas pasaron, y Tomás trató de comunicarse con Lucrecia pero nadie le daba referencias acerca de ella.
"Dicen que anda de vacaciones en el extranjero", escuchó de una vecina.
"Dicen que se fue al campo a visitar a unos familiares lejanos", escuchó de otra vecina.
Los meses pasaron y Tomás llamaba y escribía de vez en cuando a Lucrecia, con la esperanza de recibir alguna respuesta.
Después de un tiempo, Tomás cayó en cuenta que no iba a recibir contestación alguna.
Con resignación escribió la última carta.
"Hola Lucrecia.
No sé nada de vos. No sé qué te pasó.
Espero que estés bien.
Solo quería despedirme y agradecerte por ese año tan hermoso que pasamos juntos.
Gracias por hacerme una mejor persona y hacerme creer en la vida y en la bondad de las personas.
Gracias por ganarme en todos los juegos que solíamos jugar. Supongo que esta vez no tendré que pedirte una revancha.
Gracias por enseñarme el valor de la espera. Yo habría esperado por vos todo lo que hubiera sido necesario. Pero creo que vos no querés que te espere.
Hasta siempre.
Tomás".
Fue un 25 de Julio, dos años después de aquella inolvidable cena, el día en que Tomás recibe en su casa un sobre en blanco, rotulado únicamente con su nombre.
Sin mucha expectativa, abre el sobre y dentro observa unas cinco o seis fotografías. Conforme pasa las fotos, siente como si una estaca se clavara en su corazón, cada vez más profundo.
Tomás tira las fotografías a la basura. Al descubierto queda una foto de un bebé de ojos negros y saltones en brazos de Lucrecia, y una nota que decía
"Su nombre es Tomás".